Periodismo y Cuentos

martes, 30 de junio de 2009

Cuento

Tragedia sin fronteras

Era un día de sol y calor. Estaba bastante despejado. De pronto la ciudad se llenó de humo y muerte. Esa muerte que miraba La Libertad desde su isla, siempre con su antorcha en la mano. El fuego derrumbó a las hermanas. Hace unos instantes yo estaba ahí, ahí dentro. En lo que ahora son escombros. Los 110 pisos pasaron a ser uno sólo. Quedaron todos juntos en el suelo. No sabía si correr, ayudar, gritar. Tenía ganas de hacer todo y al mismo tiempo nada. Quería vivir.

Las naves con alas desaparecieron en el medio de las gemelas. Justo antes que personas sin alas volaran por el cielo, intentando no vivir lo que estaban viviendo. Y yo también lo estaba viviendo. El día empezaba, y el hombre con barba y hasta ese momento desconocido para el común de la gente, decidió que terminara en ese instante. Mi día, no sé si terminó ahí o si siguió. Lo que sé, es que ese fue el día de mi vida, y no por lo bueno precisamente.

Las noticias llegaban hablando de otras naves con otros rumbos, algunos más lejanos, otros más cercanos. Las naves que yo vi, ya no estaban. Se esfumaron en medio del humo. La antorcha estaba apagada, pero se encendió la isla mayor. Se encendió de fuego, escombros y cenizas, seguidas de dolor y muerte.

A lo lejos se escucha caer uno de los cinco lados. También el trueno que viene desde los bosques de Pennsylvania. Aunque sólo eso se escucha. El estruendoso derrumbe no deja oír nada más. Cuando ya había pasado media hora, no hubo tiempo para nada. Otro derrumbe sacudió a todo el mundo. Mientras que en el Oriente alguien se sonreía.

La gente salía entre las cenizas con las caras negras, sin saber que pasó y por qué estaban así. Ya no quedaban rastros de las naves con alas. La Libertad no pudo ver todo porque las torres de humo desplazaron a las anteriores torres. El acero se derritió y todo se cayó. Mientras que yo seguí corriendo sin saber para dónde. Miré alrededor y todos hacían lo mismo.

Todo lo que se ve forma parte de escombros. Escombros que fueron edificios. Edificios que ya son historia. La Estrella de David se desmoronó junto a la cruz y al Corán. Lo que queda son las cuatro letras en el piso. También quedan las sirenas de las ambulancias y de los bomberos. Se escuchan a lo largo de la calle Pasteur. Las cenizas, mientras, siguen en el aire.

Me pareció ver una camioneta en el mismo lugar en donde está ese cuerpo tirado. No lo puedo asegurar. Pero sí puedo afirmar que un helicóptero estuvo dando vueltas anoche por acá. No sé si tendrá algo que ver, pero es lo primero que se me pasó por la cabeza. Mientras tanto, en los diarios dicen que Brasil salió campeón. Ya no existe el fútbol. No existe nada más. Con el derrumbe se vino todo abajo.

Ese lunes por la mañana, bien de invierno, dejó muchos muertos. La religión tomó preponderancia pero pasaba a ser una sola. Éramos todos iguales. Todos con caras llenas de cenizas. En el medio de ese humo en la ciudad que no se terminó de ir nunca. Y con la mirada que seguía apuntando hacia el Oriente.

El dolor era inmenso. Los escombros se hicieron más cuando al rato siguió desmoronándose la religión. El silencio se hizo presente para encontrar sobrevivientes. Las cámaras filmaban la tragedia, las camillas ocupadas, los héroes que hay en toda catástrofe, los médicos tratando de hacer su trabajo, salvar vidas.

Sebastián Piana, compositor de tangos, había muerto el día anterior. También había jugado Argentina en la Copa Davis. Noticias que publicaron en sus tapas los diarios, y que fueron olvidadas a las 9.53, justo en el momento en que se escuchó el estruendo, seguido del derrumbe.

Se hizo de noche y todavía el humo seguía en el aire. No sabía que hacer. Creo que todas las personas que estaban allí se encontraban en la misma situación. Entré sin pensarlo. Si lo hubiera pensado, creo que habría hecho lo mismo. Saqué algunos cuerpos, vivos o muertos, no lo sé. Hacía mucho calor. Todos estaban preparados para el gran festejo y al final, todo fue dolor, mucho dolor.

La música terminó cuando casi no había comenzado. Los torsos desnudos desparramados en la vereda y en la calle daban mucha impresión. Los celulares sonaban sin que nadie los atendiera. También sonaba el tren cuando llegaba a Once. Todo era confusión. El mundo se me apagaba, mientras que el fuego se encendía, el humo tóxico crecía y los muertos se multiplicaban.

La plaza vacía un día normal a esa hora, se llenaba de gente, periodistas, ambulancias, héroes anónimos y simplemente curiosos. Algunos habían visto la luz volar hacia la sombra y otros sólo vieron las consecuencias de eso: la lava cayendo del cielo. Esta vez, la mirada de culpa era hacia dentro y hacia los hombres de poder.

El año nuevo quedó opacado. No fue feliz, de eso no tengo dudas. Fue muy doloroso. Mientras tanto, en ese momento, el humo y los gritos tomaban protagonismo y no dejaban ni ver ni oír. Por sobre todas las cosas, no dejaban sentir. Los trenes seguían llegando y la noticia se iba expandiendo.

Hacía calor adentro y también afuera. La diferencia es que afuera se podía respirar. Pero había que traspasar las puertas con candados para poder respirar. Salí, volví a entrar una y otra vez. No estaba muy consciente. Saqué un cuerpo y luego otro, mientras oía a alguna madre desesperada gritar por su hija. Ella, al igual que todos nosotros, quisimos escuchar música y terminamos escuchando sirenas que siguen sonando en nuestras cabezas.

Esas mismas sirenas que ya me cansé de escuchar. Ambulancias, bomberos, policías, da lo mismo. Todo es dolor. Los gritos son dolor. Las lágrimas son dolor. La muerte es puro dolor. Muerte que, por momentos, no se puede ver en medio del humo y el fuego. Los cuerpos van a parar a autos particulares, patrulleros, ambulancias, donde sea necesario para que los trasladen a algún hospital.

El calor ya es insoportable. Las remeras en las manos sirven para tratar de dar aire a los que están inconscientes. Yo estuve inconsciente, ya lo dije, pero pude mantenerme despierto. Me fui del lugar sin saber exactamente qué fue lo que pasó. El lugar quedó vacío. Con zapatillas que se fueron volando y difícilmente vuelvan a la tierra. También será difícil que el humo se disipe por completo.

Sólo quedaron escombros que desaparecerán pronto para que ella, con su antorcha en mano, pueda ver a pleno la ciudad. Aunque ya no las verá a ellas dos, a las gemelas. Verá solamente sus ruinas, el resplandor de sus sombras y parte del capitalismo en el suelo, junto con las torres sobrevivientes.

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